El Viaje Vital

 Una vez más Felipe se encontraba ensimismado y retraído. En los últimos tiempos esa era su cotidiana apariencia.

Observaba a diario todo cuanto le rodeaba, cada componente del ambiente urbano que había sido su lugar de nacimiento y donde siempre había vivido, estando su mente dividida entre la alegría de hermosos recuerdos infantiles y juveniles, y la sensación de sentirse preso de circunstancias cada vez más deprimentes.

Él era un buscador, un insigne explorador. Al principio los libros le ofrecían interminables y extraordinarias aventuras, pues añoraba saber todo sobre el ser humano y sus paisajes. Recorría en sus viajes por distintos rincones del planeta muchos espacios plenos de diversidad, de cautivante interés histórico y cultural, que satisfacían su infinita curiosidad, sólo para invitarlo a conocer cada vez más y más.

Leía con gran atención y deleite todo sobre geografía, historia, literatura, ciencias, cuentos fantásticos, novelas, alquimia, esoterismo, religiones, sectas secretas, filosofía, psicología, parapsicología, simbología, arqueología, antropología, ecología, arte, humor, astrofísica, robótica, vida extraterrestre, física cuántica … Añoraba saber y aprehender cuanto pudiera acerca del ser humano desde todo punto de vista imaginable o no.

Sus lecturas significaban mayor estimulación al descubrimiento y a la experiencia, y junto a las letras mucho acudía con igual entusiasmo a las salas de cine y de teatro.

Su hedonismo lo conducía a ser un gourmet, disfrutando la buena cocina de cualquier rincón del abanico de sabores y especias exóticas, como la bebida, aunque nunca permitiéndose estados de embriagues, y mucho menos el uso de sustancias alucinógenas, pues sus viajes astrales no respondían sino a las endorfinas que le hacía liberar la simple contemplación de un arco-iris o el sentirse acariciado en el rostro por la fresca brisa matinal.

Empero, en medio de esa sencillez y ese gusto marcado por las cosas pequeñas y simples de la vida, igualmente añoraba tener contacto con las glorias de la humanidad y las magnificencias de la naturaleza. El medio a emplear para llegar a ellas no importaba y la variedad lo hacía más llamativo. Tomó aviones, barcos, trenes, autobuses, vehículos, bicicletas…y fue a visitar y a encontrarse e interactuar física y espiritualmente con ese maravilloso patrimonio cultural y natural que a todos pertenece: el Kilimanyaro en Tanzania, los fiordos noruegos, la gran barrera de coral australiana, la selva amazónica, los tepuyes venezolanos, el Gran Cañón, el Sahara, la Gran Muralla, la Meca, el TajMahal, Jerusalén, Keops, el Foro Romano, Machu Pichu, Chichen Itzá, Chartres, Bagan en Myanmar …, tantos sitios para reflexionar, para rozar la historia, para impactarse frente a la idea de lo pequeños y de lo inmensos que a la vez somos, hipnotizado por la insignificancia en competencia con el pensamiento de saberse parte de tan magnífica existencia universal.

Sí. Felipe era un soñador y, cuando no podía físicamente trasladarse a uno de esos estupendos lugares, imaginaba estar en ellos, siendo parte de los hechos remarcables allí acontecidos, o tan sólo contemplando la belleza natural o artística que a sus ojos y mente podía ser ofrecida. Claro que las fotografías, las revistas a colores, los documentales, las películas y, por supuesto, el internet, colaboraban efectivamente en la conformación de su imaginación.

Que contraste tan grande le resultaba a su parecer, por un lado, toda esa maravilla, y por el otro la miseria, leída como mezquindad de la gente (para no denominarla humana), sobre todo de quienes tienen el poder de provocar felicidad o sepultarla, causa certera, a su pensar, de esas circunstancias deprimentes que le afeaban su sentir cotidiano.

Felipe, entonces, o viajaba saliendo de su ambiente entristecedor, pero donde los recuerdos y las raíces le hacían sentir bien, para de ese modo beneficiarse del enriquecedor rostro bueno de la humanidad, aunque sin percibir plenitud. O se sometía a las indignidades de su entorno cotidiano, triste, bravo, meditabundo, nadando en recuerdos y raíces, sueños y anhelos…

¿Se preguntan si no tenía amigos? Claro que sí, y algunos muy buenos. Sólo que la mayoría de ellos (¡todos!) se movían en situaciones bastante parecidas, cuando no en la desidia, o peor, en la mera sobrevivencia animal.

Se encontraba de esa manera Felipe en su diario devenir cuando, saliendo de una película del Festival de Cine Francés, lo reconoció su amiga Lucía, quien de inmediato lo abordó:

– Hola Felipe, ¿cómo has estado?

– Supongo que bien Lucía ¿y tú?

– Ya sabes…pero a mí tu no me engañas. No es común ver a alguien que va solo al cine y que anda con esa mirada inquisitiva y ese aire de estar sin estar.

– Tu me conoces Lucía, hemos hablado mucho, y no te es ajeno el hecho de que amo a la humanidad, pero no me gusta el actuar de la gente.

– Lo se Felipe, piensas como aquél que dijo que mientras mas conocía a la gente más quería a su perro. Pero dime, ¿sigues atrapado entre el ir y el venir?

– ¿Sabes? Me agrada más que digas entre el ir y el venir y no entre el estar y el no estar, como expresaste antes, pues en definitiva siento que cuando vengo estoy, al igual que cuando voy.

– Esa es tu salvación amigo…tu afán de obtener paz y satisfacción de lo bueno que te ofrece cada sitio, aunque extrañando todo cuanto está a la mano en otro lugar…

Felipe se quedó callado, dibujando una sonrisa reveladora de sus recuerdos gozosos del aquí y de los “allás”, y por fin atinó a hacer algo humano, convidando a Lucía a sentarse en el acogedor café de estilo francés de al lado, y beberse un delicioso y muy espeso chocolate caliente. Claro que se vio precisado a extender la invitación a Carmen, su amiga que la acompañaba, pero que se había quedado silente, quien no perdió la oportunidad de desembarazarse de lo que para ella era una incómoda situación, y de manera cordial se despidió.

Ya sentados a una mesita y a la espera de lo ordenado, Lucía sin perder tiempo ahondó en los temas claves y dijo:

– Dime Felipe, ¿acaso no hay hermosuras de la humanidad aquí? Y de inmediato agregó:

– ¿Acaso no hay miserias humanas en tus “allás”?

– Ay amiga, como siempre, tan incisiva, metes el dedo en la llaga sin piedad. Por supuesto que aquí, a pesar de la gente, puedes hallar cosas hermosas, lo mismo que en otros lugares, por el actuar de gente, tropiezas con miserias. Quizás sea el tipo de hermosuras o de miserias, o sus cantidades y frecuencias, lo que me hace titubear.

– ¡Fuerte dilema el tuyo! Dijo Lucía, degustó con cuidado un sorbo de su taza de chocolate y continuó: Eres un árbol cuyas raíces están fuertemente plantadas en un lugar que amas, mientras un enjambre de tractores se empecina en echarte, debiendo ser trasplantado a un sitio de agua cálida, brisa fresca y trinar de aves, que te llena de nostalgia.

– El lugar perfecto, dijo Felipe, podría ser donde la inmensidad me cubriera, no hubiese miserias humanas, pero sí bellezas extraordinarias y millares de cosas interesantes que descubrir.

Un momento de silencio sorbiendo a ojos cerrados un buen trago de chocolate caliente se produjo, hasta que:

– ¡Ey tú! ¿Qué haces ahí? Dijo una voz.

– ¿Por qué me hablas así Lucía?

Y la voz con tono amable respondió:

– No soy Lucía, abre tus ojos mejor.

Felipe se incorporó sólo para darse cuenta de que se encontraba como flotando, en un lugar lleno de infinitos. Un interminable fondo negro, poblado de formas y luces, colores y brillos, movimientos. No tenía punto de apoyo, aunque tampoco giraba sin cesar, y se percató de su ubicación gracias a sus conocimientos. Estaba en algún lugar entre Júpiter, el más brillante, y Saturno, el de hermosos anillos, maravillándose de todo aquello. La Tierra amada un mero punto azul barroso en la lejanía. Misteriosas y divinas constelaciones. El nutritivo sol iluminando, pero no tan grande, dando escena a centenares, millares, de haces luminosos dibujando formas increíbles. Viajeros estelares con colas espectaculares…

– ¿Dónde estás? Preguntó Felipe dirigiéndose a la voz que le había hablado, pero sin ver a nadie junto a él, y claro ya olvidado de Lucía.

– Jamás podrás verme. Respondió la voz y prosiguió: Pues moro en ti, y siendo el ser más cercano a ti, ontológicamente uno contigo, en la paradoja me pierdes y me olvidas. Soy la voz que sólo tu puedes escuchar, y aquella que se nutre de las palabras del guión que nadie más que tú puedes escribir.

Felipe sonrió y pensó: ¡Hasta que por fin llegué!!! Soy, soy feliz y en mi aquí estoy.

Y alegre, rodeado de tanta majestuosidad que escrutó al mínimo detalle, conversando consigo mismo, reemprendió su camino a la Tierra.

Alberto Blanco-Uribe